El desván de las historias
Al principio fue el Verbo
Si así es como comienza el libro que ha servido de guía para las tres religiones monoteístas más importantes del mundo, y se tiende a aceptar como realidades históricas muchos de los hechos y personas que en él aparecen, es de recibo aludir entonces a la presencia de Tharsis en las páginas del único libro que supera en traducciones y ejemplares al que recoge las andanzas del ingenioso hidalgo. Ciertamente, ya en las páginas bíblicas aparece el nombre de una legendaria civilización con la que comerció el no menos mítico rey Salomón, quien se estima que vivió allá por el siglo X antes de nuestra era. No ésta la única aparición fabulosa del no menos fabuloso reino de Tartessos, pues también la mitología clásica encargaba al más grande de sus héroes, el también legendario Heracles, el llevar a cabo dos de sus famosos doce trabajos en las tierras de tan magnífico país. De éste modo, el poco recomendable hijo de Zeus tuvo que desplazarse dos veces a tierras tartéssicas, en una ocasión a robar las manzanas del Jardín de las Hespérides, y en otra a robar los bueyes del rey Gerión. Mitología aparte, lo que sí se antoja importante es que la llamada “cuna” de la civilización occidental tuviera en tan alta consideración al mítico reino andaluz como para encomendarle tales inalcanzables tareas al más fabuloso de sus héroes… si es que el hecho de robar por dos veces pudiera considerarse fabuloso en modo alguno. No cabe duda de que algo debía existir en las tierras del sur peninsular, tan enorme e inalcanzable a ojos de los griegos pre clásicos, que sólo el gran Heracles fue considerado capaz de enfrentarse a ello.
Hablando de fuentes históricas propiamente dichas, Heródoto, en el siglo V, fue el principal narrador de la realidad tartéssica. Cuenta cómo el comerciante Colaios de Samos arribó a estas costas tras una fuerte tempestad, siendo bien acogido por la sociedad autóctona. El mismo Heródoto nos presenta también la figura del poderoso rey Argantonio, quien ofrece acogida en su reino a los focios que se veían amenazados por el imperio persa. Fue tal la riqueza que los focios consiguieron sólo con el mero trato comercial, que ello les bastó para construir una inexpugnable muralla tras la que defenderse de la amenaza.
El único mito realmente tartéssico conocido es el redactado por Justino en el siglo IV antes de Jesús. A finales del segundo milenio, tras la Titanomaquia, los bosques fueron habitados por tribus de tartessios y curetes, cuyo rey respondía al nombre de Gargoris. Poderoso rey, descubrió el aprovechamiento de la riqueza de las minas, aunque su hija vino a turbar su existencia al dar a luz a un hijo ilegítimo al que Gargoris, como buen rey de la antigüedad, pretendió matar de inanición abandonándolo en el bosque. Como no podía ser de otra forma, las fieras amamantaron al pequeño Habis, quien fue posteriormente recogido por unos pastores. Tras las peripecias y vicisitudes propias de las historias de héroes y herederos, Gargoris reconoce a Habis como su nieto y heredero. Sucedió en el trono a su abuelo, para convertirse en un rey justo y reconocido por su pueblo, al que dotó de leyes, enseñó el uso del arado, ofreció premios a la lealtad y a la nobleza, y dividió el reino en siete ciudades para su mejor gobierno. Con él se inicia la tradicional dinastía tartéssica, en la que destaca con fuerza el nombre de Therón, quien mantuvo tan fiera lucha contra los fenicios en Gadir, que éstos tuvieron que pedir ayuda a los cartagineses y de nuevo al nefasto Heracles.
La leyenda de Tartessos no acaba aquí. Hay quien la relaciona con la mítica Atlantis ideada por Platón en Crisias, aunque naturalmente carezca de todo rigor científico. El hispanista alemán Schulten fue la primera gran figura en empeñarse en la localización de la legendaria capital, basándose en la Ora Marítima de Avieno. Desde entonces, numerosos autores de prestigio, como García Bellido en la década de los cuarenta, o el actual profesor Corzo, de la Universidad de Sevilla, han puesto su mirada en la localización de la mítica ciudad.
En el mundo real y tangible, los restos que nos llegan desde el remoto pasado nos hablan de un pueblo que conoció la escritura, aunque aún no se haya podido descifrar ni datar con corrección. Su trayectoria artística muestra dos fases bien diferenciadas. Una primera etapa conocida como período geométrico,en la que son características las Estelas de Guerreros, donde destacan la de Solana de Cabañas y la de Carmona. En Córdoba sobresale la Estela de Ategua, una de las más ricas y conocidas. Presentan al guerrero bien en vida, bien yaciente, con sus armas y su carro; las teorías más actuales las explican como parte de un ritual funerario en honor al guerrero muerto. También nos han llegado muestras de cerámica y de armamento.
Ya a partir del siglo VIII, tras la llegada a las costas andaluzas, y fruto de su relación con el entorno tartéssico, se inicia el llamado período orientalizante, que se prolonga ya hasta el final de la existencia de Tartessos. El poblado de Toscanos en Málaga, el muro de Cabezo san Pedro y el asentamiento de Tejada la Vieja en Huelva, y el complejo de Cancho Roano en Badajoz son los vestigios arquitectónicos más importantes. La influencia fenicia se deja notar enormemente en la plástica tartéssica, donde pueden destacarse sobremanera el Tesoro del Carambolo en Sevilla, el Bronce Carriazo en Huelva, y la Estela de Tanit en Cádiz.
En la actualidad hay también numerosas voces que opinan que Tartessos nunca llegó a existir en la realidad, y que las obras del período orientalizante eran obras propiamente fenicias que nada tenían que ver con la estética del período geométrico, más propio de manifestaciones culturales peninsulares pero sin conexión alguna entre ambos momentos. Sea como fuere, lo que es innegable es que en el sur de la península, en el sur de Europa… existió una cultura, llámese como se quiera llamar, que inspiró mitos y leyendas desde tiempos remotos, y que dejaron ante nuestros ojos un rastro de obras y de caracteres escritos que seguirán dando mucho que hablar. Tal vez, de haber aparecido en otras latitudes geográficas, la cultura Tartéssica ya habría dejado de ser un mito y sería la base de diversos planteamientos que llegarían hasta la actualidad…
El desván de las historias
El final de la eternidad
La ciudad eterna se muere. Son muchas las causas, y muy prolongada en el tiempo la enfermedad que acabó con la civilización más esplendorosa de toda la historia en muchos aspectos. Esa misma historia fija el último suspiro de la capital en el año 476 de nuestra era, aunque en el mundo del arte, la muerte cerebral había llegado tiempo atrás. Son pocos los restos de los primeros siglos del cristianismo. La crisis económica y los enfrentamientos cívico-religiosos impidieron una mayor proliferación de obras artísticas. El caso de las idolatradas Justa y Rufina en Sevilla puede ilustrar a la perfección el ambiente de intolerancia y radicalidad existente, más allá del mito o de la fe. Asolada y desangrada por varios frentes, Roma acude a los visigodos del este de Europa para solicitar su ayuda frente a la rebelión de los suevos afincados en Hispania. De este modo, tras el fatídico año 476, los visigodos heredan la península, extendiendo sus fronteras hasta Burdeos, donde fueron rechazados por los francos para retirarse definitivamente tras los Pirineos.
Como ya sucedía desde los primeros días tras su muerte en la cruz, los seguidores de Jesús se empleaban a fondo en la muy poco cristiana tarea de matarse unos a otros por el poder terrenal con el motivo religioso como excusa. Los visigodos dieron varias y variadas muestras de ello, siendo el más visible el caso del rey Leovigildo, quien mandó ejecutar a su hijo Hermenegildo por haber abandonado el arrianismo para pasarse al catolicismo tras su encuentro con la gran figura de la época visigoda: Isidoro de Sevilla. Si se excusa el burdo ejemplo, el fútbol es un deporte donde juegan dos equipos y al final gana Alemania. En historia, la religión es una guerra donde luchan dos verdades, y al final gana el catolicismo. Finalmente, Recaredo sucede en el trono a su hermano Leovigildo, oficializando el catolicismo como religión del reino en el año 689.
Desde la instauración del cristianismo como religión oficial del imperio, los primeros cristianos abandonaron las catacumbas y adoptaron la estructura de las basílicas romanas para sus ritos religiosos de la incipiente iglesia. Eso mismo ocurrió en la Bética, donde desde finales del siglo IV e inicios del V, comenzaron a levantarse estos edificios. Ejemplos ilustrativos pueden ser los restos de la basílica de Vega del Mar, en San Pedro de Alcántara (Málaga), y los de Gerena y el Patio de Banderas de los Reales Alcázares (ambos casos en Sevilla). Entrada ya la etapa visigoda, los restos arquitectónicos desaparecen, conservándose sólo un puñado de piezas como pueden ser altares, capiteles, etc. La mayoría de ellos provienen de Córdoba, debido a que los musulmanes reutilizaron los restos de la basílica de San Vicente en la construcción de su mezquita-aljama. En Sevilla hay también algunos ejemplos de capiteles visigodos reutilizados por el mundo musulmán en la Giralda y en los Jardines de Murillo.
Más importancia tienen en esta época los sarcófagos, derivados de la costumbre de inhumar a los muertos ya presente en el mundo romano. Al final del imperio, en época cristiana, la costumbre se mantiene, cambiando únicamente la temática figurativa exterior, para adaptar las figuras clásicas a la nueva fe. Son los casos de Carteia (San Roque, Cádiz) y el Prado de San Sebastián (Sevilla). También han llegado ejemplos de sarcófagos con temática puramente cristiana, como los de Berja (Almería), Córdoba, Martos (Jaén) y Écija (Sevilla).
La escultura del momento tiene poco que ver con el pasado esplendor del mundo romano. Del mundo paleocristiano sólo se conservan tres en toda Andalucía, representando el tema del Buen Pastor. Son los casos de la escultura de la Casa de Pilatos (Sevilla) y los dos ejemplos conservados en Almería. Lo más destacado del momento visigodo es el Capitel de los Evangelistas, conservado en Córdoba.
El ejemplo más brillante del mundo visigodo lo encontramos en una de las llamadas artes suntuarias. No es otro que el Tesoro de Torredonjimeno, aparecido en un removimiento de tierras. En un primer momento fue entregado a unos niños para que jugasen con él, creyendo que era falso. En la actualidad se haya repartido por varios museos. Se trata de un tesoro litúrgico que posiblemente adornara el altar de alguna iglesia.
Con la llegada del mundo islámico, muchas de las obras desaparecen, debido por la costumbre de los nuevos amos de reutilizar todo lo que encuentran a su paso -justo es decir que no son los primeros de la historia en hacerlo-. Se abrirá así un período de esplendor artístico que, con altos y bajos propios de su longevidad, se extendería durante ocho siglos.
El desván de las historias
La sinuosidad del gusano
Cuando los soldados de la república pusieron el pie en Grecia y Asia Menor, allá por el siglo II antes de nuestra era, el mosaico era ya común en el mundo griego. Como tantas otras realidades, pasó con facilidad a formar parte del ecléctico mundo romano. Si es justo comenzar con esta realidad, es igualmente justo decir que fue a partir de esa “romanización” del mosaico cuando comenzó un auténtico género artístico-industrial, del que acabaron por convertirse en inigualables especialistas. El gusto por la musivaria se extendió de tal forma que puede decirse con escaso temor a equivocarse que no hubo casa o villa donde no hubiera mosaicos de distintos tipos.
En el mundo romano se distinguían entre la obra de musivum -mosaico- y la de lithostrotum -literalmente “pavimento de piedra” en sentido general-. Se daba a la obra este nombre de lithostrotum cuando el material consistía en piedras naturales de formación volcánica y mármoles de diferentes colores. Los bloques para la construcción eran poligonales. En cambio, el musivum, la musivaria, aludía a pequeñas construcciones realizadas con argamasa y pequeñas piezas de distinto tamaño y color, llamadas teselas, de las que toma el nombre la especialidad –opus tessellatum-. La labor era realizada por auténticos artistas, quienes disponían las piezas sobre superficie aplanada y nivelada, distribuyéndolas por color y forma hasta alcanzar el aspecto deseado, y aglomerándolas con una masa de cemento. Los mosaicos acabaron por convertirse en un imprescindible elemento decorativo para los espacios arquitectónicos, e incluso posteriormente, ha en época bizantina, el arte del mosaico se unió con la tradición oriental y dio lugar a una evolución que se distinguió sobre todo por el uso muy generalizado de grandes cantidades de oro.
Contrariamente a lo que pueda parecer en nuestros días, el arte del mosaico empezó a desarrollarse en sus inicios sobre todo para decorar los techos o las paredes; pocas veces para los suelos, debido al miedo que se tenía de que no ofreciera suficiente resistencia a las pisadas. Cuando este arte llegó a la perfección, acabó por llegarse al convencimiento de la posibilidad de ser pisado sin riesgo, y fue entonces cuando comenzó la moda de hacer pavimentos de lujo. Salvando las distancias, como pavimentos podían ser considerados de la misma forma en que una alfombra de alta calidad pudiera serlo en los tiempos modernos.
Para fabricar un pavimento hecho de mosaico seguían una serie de pasos que con el tiempo se fueron perfeccionando. El lugar de fabricación era un taller especial. Allí lo primero que se hacía era diseñar el cuadro y este trabajo tomaba el nombre de emblema. Después de haber diseñado el cuadro se hacía una división de acuerdo con el colorido, y se sacaba a continuación una plantilla en papiro o en tela de cada una de esas parcelas divididas. Sobre dicha plantilla se iban colocando las teselas siguiendo el modelo escogido con anterioridad. Las teselas se colocaban invertidas, es decir la cara buena que luego se vería tenía que estar pegada a la plantilla. Cuando este trabajo estaba terminado, los expertos lo transportaban al lugar para que el artista concluyera allí su obra.
Antes de colocar las teselas había que preparar bien el suelo para recibirlas. Esta era una labor muy importante que requería experiencia y habilidad. En primer lugar se allanaba hasta conseguir que fuera horizontal pero con una inclinación suave y calculada que facilitase el deslizamiento del agua hacia los sumideros. El suelo tenía que ser firme y estable pues una leve rotura de una sola tesela podía conducir a la degradación de toda la obra. El firme para recibir finalmente las teselas estaba así ordenado de abajo a arriba: suelo natural acondicionado, mortero mezclado con polvo de teja y carbones, polvo de teja, capa de mortero, y finalmente las teselas del mosaico
El arte de la musivaria presenta cuatro especialidades diferentes, dependiendo del tamaño de las teselas, de los dibujos y del lugar de destino del mosaico. En primer lugar podemos hablar del Opus Vermiculatum, de origen egipcio, elaborado con unas piedras muy pequeñitas con las que el artista podía dibujar con bastante facilidad objetos que pudieran requerir más precisión; debe su nombre a que las líneas del dibujo recordaban las sinuosidades del gusano. A continuación podemos encontrar el Opus Musivum, que se hacía principalmente para la decoración de los muros. Este término empezó a emplearse a finales del siglo III. El Opus Sectile está formado por piedras más grandes y de diferentes tamaños; principalmente placas de mármol de diversos colores para componer las figuras geométricas, de animales o humanas. Finalmente podemos citar el Opus Signinum como una variante más, cuyo nombre proviene de Signia; en este lugar había fábricas de tejas y en ellas se obtenía con los desechos un polvo coloreado que al mezclarlo con la cal daba un cemento rojizo muy duro e impermeable.
A modo de corolario, puede afirmarse que en la actualidad es considerado como una pintura hecha de piedra, una disciplina artística más, que vive de la pintura en cuanto a temas se refiere, pues la temática de un mosaico no tiene identidad propia, es la misma que puede encontrarse en la pintura. La diferencia radica principalmente en la perspectiva, más falsa y forzada en la musivaria que en la pintura.
Hay excelentes muestras de mosaicos en los yacimientos del Alcázar de los Reyes Cristianos en Córdoba, en Cástulo (cerca de Linares), Ciavieja (Almería), Los Mondragones (Granada) Bobadilla y Rio Verde (ambos en la provincia de Málaga), Niebla (Huelva), Monasterio de Santa María, Puerto Real y Puente Melchor (los tres en la provincia de Cádiz), y en Ecija, Casariche y Alcalá del Río (en la provincia de Sevilla), junto a los más conocidos hallados en Itálica.
El desván de las historias
La diosa del cielo
Uno de los secretos del éxito de la cultura romana, quizá el más relevante y el que la hizo prevalecer sobre otras culturas de su tiempo, y prolongarse durante más de siete siglos, no tuvo nada que ver con el poderío militar. En efecto, y aun aceptando que su concepto de ejército y de tácticas de guerra les daba una importante ventaja inicial, lo que hizo prevalecer al mundo romano no fue la fuerza de la conquista por las armas, sino la capacidad de aportar y de absorber elementos culturales; esto es, el intercambio mutuo con los pueblos que dominaba.
Por supuesto, la influencia de la cultura griega fue la más importante fuente de la que bebieron los artistas romanos, principalmente los escultores. Para ello basta con echar un vistazo a la escultura neo ática, de la que no mencionaremos más, por ser materia ajena a la intención de este desván de las historias. Roma conquistó Grecia… pero no sólo hizo eso. Participó del mundo griego, e hizo a su vez que los griegos participaran del mundo romano. Esta pauta se extendió por el tiempo y por los territorios, y hay multitud de asentamientos fuera del Lacio que alcanzaron el grado de colonia, así como la ciudadanía romana para sus habitantes; proceso culminado con el Edicto de Caracalla en el año 212 de nuestra era.
Por centrar la cuestión, no es de extrañar que ello acabara ocurriendo también en Hispania, una de las más importantes provincias del imperio –tres emperadores nacieron en ella-, y más concretamente en la Bética, donde vieron la luz Trajano y Adriano. Por usar una expresión contemporánea, la metodología romana era bastante clara. Conquista militar, asentamientos en el territorio, construcción de infraestructuras, desarrollo urbanístico, introducción de instituciones, administraciones, idioma y costumbres… y asimilación de elementos autóctonos, de forma que la población nativa acabara identificándose con patrones romanos, adaptados a su vez de patrones locales.
En la Bética hay varias e importantes ciudades diseminadas por todo el territorio. Debido a su estado de conservación y a la importancia de sus hallazgos, Itálica es quizá donde mejor pueden apreciarse muchos de los elementos característicos de la cultura romana en general, y de los relacionados con el mundo del arte en particular. Las tres artes plásticas por excelencia –arquitectura, escultura y pintura- pueden estudiarse con profundidad en esta cuna de emperadores, si bien es cierto que al igual que ocurre en casi todo el mundo romano, la pintura es inexistente, teniendo que acudir a la musivaria.
La arquitectura romana puede apreciarse en gran medida en la ciudad, así como el urbanismo. La perfecta disposición en cardos y decumenos, la orientación de las villas -estructuras y tipologías-, las aceras porticadas, los edificios públicos -termas, templos y exedra-, y las obras más emblemáticas -teatro y anfiteatro-, donde además de los cimientos, pueden verse el alzado de los edificios -en las viviendas sólo se conservan las plantas-. Sillares de piedra, ladrillo, arco, bóveda, y el magnífico invento romano, verdadera argamasa de su arquitectura: el opus caementicium, mezcla de cal, piedra y agua, el primer ejemplo de “hormigón armado”. La red urbanística inferior consistía en un complejo sistema de cloacas que complementaba y completaba la gran instalación de la superficie, que suministraba agua potable proveniente de diversos acueductos, almacenada en varios depósitos por toda la ciudad.
La escultura también está ampliamente representada, y cuenta con numerosos ejemplos de las distintas épocas y tipologías. En ellas puede apreciarse el gusto por la representación naturalista, heredado de la tradición griega, más allá del realismo o el idealismo de la moda imperante en cada momento. Hallamos muestras de retratos privados, de esculturas funerarias o religiosas, estatuas imperiales y divinas en todas las vertientes posibles… Las estatuas de Venus, Diana, Hermes, y Trajano divinizado son bellas muestras de esculturas de cuerpo entero. Los bustos de la diosa Fortuna, Adriano e incluso Alejandro Magno, son ejemplos destacables de esta tipología.
En cuanto a la musivaria, es también destacable la calidad de muchos de los mosaicos recuperados en Itálica, que pueden disfrutarse en su ubicación original. Es posible contemplar ejemplos de opus tessellatum, opus sectile y opus vermiculatum, según la forma, el tamaño y la disposición de las teselas empleadas en la elaboración. Son numerosos los ejemplos de mosaicos inigualables, como los del Rapto de Hylas, el del Planetario, o el de la Casa de los Pájaros.
Por último, no conviene olvidar una de las principales muestras de la asimilación mutua existente entre el mundo romano y los pequeños submundos que se incorporaban al imperio. La asimilación mutua de divinidades y costumbres puede contemplarse a través de las lápidas votivas dedicadas por individuos a aquellas deidades que les favorecieron en cualquier empresa que lo necesitaran. Itálica cuenta con una curiosa muestra en la que Cayo Sentio agradece su protección a la ancestral Dea Caelestis local, asimilada a la Némesis romana, por medio de una placa hallada en el nemesium del propio anfiteatro. Un esclavo liberto local agradeciendo algo a una diosa local asimilada a una diosa romana, en un lugar de culto propiamente romano como es un templo de la misma diosa, dentro de uno de los símbolos romanos por excelencia, como es el anfiteatro. Demos gracias a la Diosa del Cielo.
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